Existe una dimensión sutil en la experiencia fílmica en la que el espectador no sólo proyecta y recibe vivencias personales en el desarrollo del tiempo diegético de la obra, sino que integra esa percepción (de forma consciente o no) en el imaginario que abastece un bagaje cultural común, en los contenidos que surten a la memoria colectiva de un universo simbólico compartido. Resulta fácil asumir que las expresiones icónicas en general, y la cinematográfica en particular, hayan pasado a ocupar un hueco en la cotidianidad del ser humano como una vivencia determinante, a partir de una doble dimensión –personal y social–, y con una capacidad de conformación del pensamiento colectivo que no hemos de desdeñar. Esas realidades alternativas que plantea se integran en los universos simbólicos compartidos que nos emplazan de forma colectiva y que confluyen en referentes tácitamente consensuados a partir de simulacros ficcionados. Se conforman como una imagen especular en la que transitan mecanismos positivos de retroalimentación social: los mitos y referencias sobre los que se construye el edificio común. Pero, asimismo, los tabúes, los temores compartidos y las fobias latentes que caracterizan el espíritu de un tiempo: la memoria histórica de las sociedades, que explica su presente y, a menudo, condiciona su futuro.