El final de los regímenes socialistas de tipo soviético en el Este de Europa se produjo de una manera relativamente pacífica, salvo en el caso de Rumanía. En dicho país, la dictadura se había caracterizado por el uso de la represión para solventar cualquier ápice de oposición y su final llegó mediante los sucesos revolucionarios de diciembre de 1989, donde un importante número de personas perdieron la vida. Las nuevas autoridades, que ocuparon el vacío de poder que había dejado el Partido Comunista Rumano, emplearon los rumores y el temor para controlar a la población y alzarse como los dirigentes y salvadores de la Revolución. Una parte sustancial de ellos habían participado en la política del régimen anterior y conocían perfectamente dichas técnicas. Sin embargo, no podían seguir basándose simplemente en ello y en los meses siguientes comenzaron a emplear, cuando lo consideraron oportuno, distintas actuaciones violentas para acallar a las voces disonantes con ellos, mientras que la imagen del país y su credibilidad democrática se desmoronaba en el exterior. Por ello, a lo largo de las páginas de este artículo vamos a examinar cómo las nuevas autoridades rumanas utilizaron la violencia para hacerse con el control político del país y mantenerse en el mismo.